La cargué cuando se había lastimado. La cargué cuando estaba emocionada. La cargué cuando estaba cansada. La cargué cuando aún era demasiado pequeña para ver lo que yo podía ver. Y de pronto un día la bajé y ya no la volví a cargar.
Un día bajé a mi hija y ya nunca la volví a cargar
Un día, sin darme cuenta, ella se hizo grande. Demasiado grande para caber en mis brazos. Demasiado grande para colgarse de mis piernas. Demasiado grande para descansar en mi pecho. Un día la bajé y ya no la volví a cargar.
Un día, sin darme cuenta ella se hizo fuerte. Lo suficientemente fuerte para seguir adelante aunque estuviera cansada; lo suficientemente fuerte para calmar su propio dolor. Lo suficientemente fuerte para enfrentar sus más profundos miedos. Un día la bajé y ya no la volví a cargar.
Un día sin darme cuenta
Ella ya podía ver lo que yo podía ver y más: ella podía ver la belleza del mundo, ella podía ver a aquellos que la sociedad ignora, ello podía ver soluciones donde otros veían problemas. Un día la bajé y ya no la volví a cargar, sin saber que ese día sería el último.
Más sin embargo, aunque físicamente ya no la cargue siempre estaré ahí para aplacar sus miedos, para ser escuchada cuando lo necesite, para recibir un aplauso por sus logros, para recibir consejo en tiempos de dudas o simplemente para abrazar sin necesidad de palabra alguna.
Pero ya nunca descansará en el borde de mi cadera o se quedará dormida con sus pequeñas piernitas colgando de mí. Ya nunca necesitará mi ayuda para ver por encima de la gente. Ya nunca será pequeña para caber entre mis brazos. Ya nunca levantará sus brazos para que yo la cargue.
A disfrutar que el tiempo vuela…
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