Lynell Waterman, en una narración conmovedora, nos cuenta sobre un herrero que, tras vivir una juventud marcada por excesos y decisiones erradas, optó por un cambio radical: entregar su vida y alma a Dios.
Templar el acero: Una metáfora de la resiliencia ante Dios
A partir de ese momento, su compromiso con el bienestar del prójimo y su labor diaria fue incansable. Ejerció la caridad y mantuvo su fe intacta. Pero, irónicamente, a pesar de toda su devoción y esfuerzo, las adversidades parecían multiplicarse en su vida.
Contrario a lo que podría esperarse, cada día sus problemas y deudas crecían más. Un atardecer, mientras el sol pintaba de colores el horizonte, un amigo cercano, preocupado y compasivo ante las constantes tribulaciones del herrero, le dijo:
— Es realmente paradójico. Justo después de que decidieras entregarte a Dios y vivir bajo sus enseñanzas, siento que tu vida ha tomado un rumbo aún más tortuoso. No pretendo minar tu fe, pero, pese a tu profunda creencia y esperanza en lo divino, las circunstancias parecen no mejorar.
El herrero, con una mirada pensativa, reflexionó un instante antes de responder. Había meditado sobre esta paradoja innumerables veces y aunque no había encontrado respuestas claras, no quería dejar a su amigo sin una respuesta.
Comenzó a narrar una analogía que, mientras hablaba, tomó forma y claridad en su mente. Dijo:
— En mi taller, el acero crudo llega a mis manos y mi deber es transformarlo en espadas dignas de batalla. ¿Te has preguntado cómo se logra esto? Inicio calentando el metal hasta que se vuelve incandescente, adoptando un tono rojo brillante. Luego, sin vacilar, tomo el martillo más robusto y golpeo la pieza reiteradas veces, dándole la forma que busco.
— Después, en un acto que parece contradictorio, sumerjo el metal ardiente en un balde de agua helada. El estruendo del vapor llena todo el lugar, porque el acero reacciona al abrupto cambio de temperatura. Este proceso no se lleva a cabo una sola vez, sino las necesarias hasta conseguir una espada impecable.
Haciendo una pausa, prosiguió:
— No siempre el acero resiste este riguroso proceso. Hay ocasiones en que, a causa del calor, los golpes o el agua helada, comienzan a aparecer rajaduras, evidenciando que no será posible forjar una hoja adecuada. En esos casos, simplemente relego ese metal al montón de desechos que ves a la entrada.
Finalmente, con una profunda convicción, concluyó:
— Estoy consciente de que, de alguna manera, Dios me somete al fuego de las pruebas y adversidades. Aunque a veces la vida me golpea y siento el frío del desamparo, solo le pido una cosa a Dios:
“No desistas conmigo hasta que logre adoptar la forma y el propósito que tienes para mi vida. Prueba distintos métodos, durante el tiempo que consideres necesario, pero, te imploro, no me relegues al montón de almas desechadas”.
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