De frondosas cabelleras, rostros armónicos y senos juveniles que lucen sin ningún pudor (salvo por supuesto en las películas de Disney, donde los cubren con conchas y estrellas de mar) las sirenas son uno de los seres mitológicos más seductores y atrayentes que hemos heredado de la antigua Grecia.
Sirenas — Seducciones y metamorfosis
Sin embargo, estas criaturas no siempre han sido tan fotogénicas como las imaginamos hoy en día. En sus orígenes eran mucho más temibles y mucho menos bellas: no tenían cola de pez, sino patas de ave, y es altamente improbable que sus pecheras emplumadas pudieran llegar a encandilar a algún marinero.
Ahondar en su sorprendente evolución y bucear en este mito que tanto ha inspirado a poetas, novelistas, pintores y cineastas es el objetivo del libro Sirenas.
Seducciones y metamorfosis de Carlos García Gual, que acaba de publicar la acaba de publicar la editorial Turner. De todos los mitos griegos, ninguno ha evolucionado tanto ni está tan integrado en nuestra sociedad actual como las sirenas.
«Muchas tascas lucen sirenas en la puerta, ciudades como Nápoles o Varsovia tienen a la sirena como emblema y la expresión ‘cantos de sirena’ puede leerse con frecuencia en los periódicos», explica el catedrático de Filología Griega García Gual.
Pero ¿qué tienen ellas que no tengan otras criaturas de leyenda? «Son una llamada al placer basada en los encantos femeninos», reflexiona este experto.
La sabiduría como tentación
Las sirenas primigenias, sin embargo, no ofrecían tentaciones eróticas (lo hubieran tenido complicado con sus patas palmeadas y sus cuerpos de ave, similares a los de las arpías). Lo que le ofrecían a los navegantes para atraerlos era sabiduría, información sobre el mundo heroico y los dioses.
Las dos sirenas a las que se enfrentó Ulises en La Odisea, de Homero, (primer texto literario en el que aparecen estas criaturas) no tentaron al héroe con promesas amorosas, sino que le ofrecían sabiduría y conocimientos de primera mano sobre las más recientes hazañas de los héroes de Troya.
Según el mito, cuando las sirenas fracasaron en su intento de atrapar a Ulises (ya que hizo que sus hombres se taponaran los oídos con cera para que no pudieran oír su canto tentador, mientras que él se ataba al mástil para escucharlas sin peligro), se suicidaron arrojándose al mar.
Y lo mismo hicieron cuando se las vieron con los Argonautas y no consiguieron atraer a Jasón debido, esta vez, a una estratagema diferente: uno de los marineros del Argos, Orfeo, las derrotó en un duelo musical.
Sin embargo, en relatos posteriores las sirenas comienzan a ser descritas de forma muy diferente: sus patas de gallina se han convertido en una plateada cola de pez y sus plumas han desaparecido para dejar al descubierto un seductor torso de mujer. ¿Qué les ocurrió para sufrir semejante transformación?
García Gual aventura en su obra una posible explicación: la intervención de algún dios caprichoso que quisiera salvarlas de la muerte cuando se tiraron al mar con intención suicida.
Y, aunque reconoce no haber encontrado ningún texto antiguo que apoye esta teoría, algo similar apunta un autor del siglo XVII, Michel de Marolles, que en su tratado de mitología menciona que, al arrojarse a las olas dispuestas a morir, la parte inferior del cuerpo de las sirenas se convirtió en pez.
Un Cristóbal Colón frustrado
Durante la Edad Media, en la que no se admitían los mitos paganos por la influencia del cristianismo, las tentadoras sirenas se conviertieron en una metáfora de la prostitución: mujeres que, desde la orilla, intentaban atraer a los marineros para seducirlos y hacerse con su dinero.
No es de extrañar que Cristóbal Colón, cuando creyó ver sirenas en la costa americana, manifestara su decepción: «No eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara», anotó en su diario en enero de 1493.
«Cuando llegó a Las Indias, Colón esperaba encontrar allí los monstruos y prodigios de Asia, y cuando vio los manatíes pensó que eran sirenas», explica García Gual.
Sin embargo, a partir del romanticismo esta «invitación al placer» se convierte en una «invitación al amor» y comienzan a surgir historias de enamoramientos (amores siempre trágicos y desgraciados) entre sirenas y humanos.
Como la de La sirenita del danés Hans Christian Andersen, el relato de 1836 que se ha convertido, probablemente, en el cuento de sirenas más conocido de todos los tiempos.
Además de legarnos infinidad de cuentos, películas, esculturas y pinturas, las sirenas nos han proporcionado algo más: una palabra en nuestro diccionario que no designa ni a las muchachas marinas ni a las aves temibles, sino a la máquina emisora de un sonido estridente que el parisino Cagniard La Tour inventó en 1820.
El inventor le dio este nombre «porque su pitido podía oírse incluso en medio del agua». Una «cruel ironía», señala el autor de Sirenas, ya que «el aullido de las sirenas mecánicas invita a la inmediata fuga y no a detenerse en la isla del placer».
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