El silencio hace posible la escucha y el diálogo auténtico, abriéndonos al encuentro del otro. En nuestra sociedad todos hablan pero pocos escuchan.
Recuperar el silencio es recuperar la comunicación
Vivimos en un diluvio de palabras vacías, sobrepasados por millones de palabras, ruidos e imágenes que nos llegan por todas partes y que nos persiguen hasta los pocos espacios que quedaban de intimidad.
Con silencio la vida es más sana y menos superficial
La ansiedad y la saturación de mensajes generan una gran desatención, una permanente distracción que impide que podamos escuchar realmente. Nos vamos acostumbrando a oír palabras que no nos dicen nada, palabras vacías, sin peso en nuestras vidas.
Asistimos a un mundo lleno de monólogos que tiene nostalgia de diálogo, nostalgia de escucha, nostalgia del silencio. La invasión de información excesiva abruma a las personas y la fugacidad de las noticias hace muy difícil -cuando no imposible- una auténtica reflexión.
Saturados de mensajes de toda clase y por diversos medios estamos en todo y en nada a la vez, quedando indiferentes y cerrados a toda escucha auténtica. Se informa de todos los temas, pero poco es realmente asimilado y reflexionado, haciendo que el pensamiento también se vuelva efímero y pasajero.
Parecen cumplirse las palabras del filósofo danés, Sören Kierkegaard
“Llegará un momento en el que la comunicación será instantánea, pero la gente no tendrá nada que decir”.
El silencio nos abre a la vida
Las grandes tradiciones filosóficas y espirituales han reconocido siempre la necesidad del silencio para una auténtica vida espiritual, para el cultivo de la propia interioridad y el desarrollo del pensamiento.
El silencio hace posible la escucha y el diálogo auténtico, abriéndonos al encuentro del otro. El silencio es lenguaje de amor y de profundidad en las relaciones.
Pero lamentablemente hoy es algo extraño el silencio, más bien se huye de él y se ocupa todo posible silencio con un bombardeo de ruidos. Es como si nos hubieran expulsado de la interioridad para vivir en la superficie de los estímulos externos, y la vida se resiente cuando olvidamos la importancia del silencio.
Hoy gracias a la tecnología tenemos formas de estar todo el día sin silencio, achatando la mirada sobre la vida y no es extraño que las búsquedas espirituales de nuestros días estén sedientas de lugares de silencio. Pero también es cierto que cuando llega el silencio, muchos no saben qué hacer en él.
Existen estudios que demuestran la relación entre la falta de silencio y las enfermedades cardiovasculares y deberíamos tener más en cuenta que el silencio es salud y que el ruido por su propia naturaleza es perjudicial.
¡Necesitamos silencio!
Existe en nuestras ciudades, en nuestros hogares, una nostalgia de silencio y hasta podríamos decir, una exigencia de mayor silencio. Hay hogares donde la música o la televisión encendida son solo un “ruido de fondo” que simplemente expulsa al silencio, haciendo las conversaciones más superficiales.
Cuando queremos hablar en serio o pensar en profundidad, necesitamos que todo se apague, que callen todas las demás voces, para hacer espacio a las palabras que nos importan.
Necesitamos callar para poder escuchar
La llamada “crisis de la palabra” se debe al olvido del silencio, porque la crisis de las relaciones humanas, de la incomprensión y la falta de diálogo tienen que ver con esta privación del silencio.
Aprender a hablar desde el silencio le devuelve a la palabra su peso y su fuerza, como escribió Heidegger: “Un resonar de la palabra auténtica puede surgir solamente del silencio”.
Solo del silencio puede brotar una palabra sensata, luminosa, penetrante y profunda. Hacer silencio es disponibilidad, es apertura y posibilita el diálogo auténtico. El silencio es también un modo de vivir la relación consigo mismo y con los demás, es un modo de estar en la vida.
Hacer silencio no es estar callado, sino crear un espacio, un lugar dentro de uno mismo donde reparar, donde descansar y donde escucharse a sí mismo y recibir a los demás.
El silencio es como una habitación disponible en nuestro interior, porque el silencio antes que nada es escuchar. Volver a recuperar esta dimensión olvidada de la vida humana nos hace más saludables y humaniza nuestras relaciones.
El diálogo que nace del silencio
El diálogo verdadero requiere la apertura al otro, la voluntad de recibir al otro y de escucharle realmente, dejando de lado nuestro interés y nuestra ansiedad. El diálogo auténtico implica exponer el propio corazón a la palabra del otro, es recibirle realmente, es darle cabida en nuestro interior.
No hay auténtico diálogo, ni escucha verdadera, sin la renuncia al propio egocentrismo que nos impide dar prioridad al otro. Y para esto es sumamente importante vencer también nuestros prejuicios.
Recuperar el silencio es recuperar un tesoro invaluable de la vida humana y es la posibilidad de crecer realmente en nuestra interioridad y en nuestra capacidad de amar y de dialogar auténticamente con los demás.
El silencio nos dispone a vivir de otra manera, a tener una mirada más profunda sobre la vida. Escribía el teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer:
“En el corazón del silencio se halla un maravilloso poder de observación, de clarificación, de concentración sobre las cosas esenciales”.
La tradición espiritual cristiana ha practicado el silencio y se ha vuelto una verdadera escuela de vida espiritual fecunda y luminosa.
El silencio en la vida espiritual unifica el corazón y expande la interioridad, abriéndonos a la relación con Dios de un modo más profundo y radical, transformando toda la vida y capacitándonos para una escucha atenta de la Palabra de Dios.
Quien vive desde el silencio ante Dios descubre a los demás, el mundo, la vida, las cosas, y la propia existencia entera bajo una nueva luz.
La mirada se vuelve más profunda y no nos detenemos en la anécdota y las superficialidades. La mirada que brota del silencio se deja asombrar por lo cotidiano y transmite paz y esperanza, porque sabe esperar y ha ensanchado su horizonte vital.
Recuperar el silencio es recuperar la comunicación auténtica con uno mismo y con los demás. Recuperarlo es vivir una vida más humana.
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