Había una vez un hombre muy pero muy pobre que paseaba por la calle con un pedacito de pan en la mano. Era lo único que tenía, además del hambre. Al pasar por un restaurante vio unas deliciosas albóndigas friéndose en una sartén. — Mmhh – suspiró ¡Qué delicia! ¡Si tan sólo pudiera comerme un bocado!
Precio de la comida — Reflexiones de caridad y bondad
Como no tenía una sola moneda en ninguno de sus harapientos bolsillos, siguió mirando sin dejar de suspirar.
Con la esperanza de capturar aunque más no fuera un poco de ese delicioso aroma, el hombre sostuvo un pedacito de pan por encima de la sartén durante algunos segundos y después se lo comió como si se tratara de un manjar.
Le pareció que el aroma de la fritura había mejorado tanto el sabor de su pan que pudo disfrutarlo como si hubiese como un plato de guiso. El dueño del restaurante, que era un hombre grandote, grasiento y avaro, vio al campesino cuando intentaba atrapar con su pancito el aroma de su comida.
Hombre avaro
Entonces salió del local, agarró al pobre por el cuello y lo llevó ante el juez, que era una persona justa. Exigía que el campesino le pagara por las albóndigas. El juez escuchó atentamente al hombre avaro, después extrajo unas monedas de su bolsillo y le dijo:
— Párese junto a mí por un minuto.
El dueño del restaurante obedeció y el juez sacudió su puño, haciendo sonar las monedas en el oído del demandante:
— ¿Para qué hace esto?- le preguntó el dueño avaro
El Juez respondió:
«Acabo de pagar por sus albóndigas.
Con seguridad el sonido de mi dinero es un justo pago por el aroma de su comida»
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