La cábala concibe el mal como parte del juego cósmico de auto descubrimiento de la divinidad. Uno de las cuestiones más difíciles de conciliar para la teología es el problema del mal y de la destrucción como fuerza universal.
Por qué Dios permite el mal según la Cábala
La pregunta más obvia dentro de la narrativa que admite un creador es ¿por qué Dios permite el mal? ¿Por qué esta entidad, cuyos atributos comúnmente giran en torno a la suprema bondad y a la omnipotencia consiente, perpetra daño a su propia creación?.
Una forma de conciliar esto es pensar que aunque juegan el papel de opuestos, el bien y el mal son en realidad aspectos complementarios dentro del gran drama cósmico.
Sin uno no puede existir el otro
Son sólo las religiones más esotéricas, acaso con una voluntad de control, las que conciben al mal como una fuerza independiente de la divinidad, que representa una verdadera y peligrosa oposición.
Según la cábala de Isaac Luria, cuando Dios creó el universo derramó su luz infinita en una serie de vasijas que, después de llenarse de la luz divina, instantáneamente estallaron en miles de pedazos que se distribuyeron por el espacio.
Este gran evento cósmico de la ruptura de las vasijas es el origen del mal: el mal que en su primera acepción metafísica es simplemente la separación de la unidad primordial.
Los pedazos rotos de las vasijas cósmicas se conocen como “qlifots”, el opuesto complementario de los “sefirots”, las emanaciones de dios.
Los “vidrios” rotos de los qlifots, según la Cábala, son similares a conchas que atrapan la luz divina y alteran la creación en un juego de apariencias e ilusiones. Aunque alteran la imagen del universo, no modifican la esencia del universo y de la luz.
Las qlifot
Como bien detecta Paul Levy, simbolizan también las chispas de luz atrapadas del alma humana que ha olvidado su realidad divina y tienen una clara relación con los procesos psíquicos de individuación.
Al igual que ocurre con un complejo autónomo en la psicología jungiana, los qlifot aparentan tener una existencia independiente, como si se hubieran separado del todo de la luz de Dios. Son manifestaciones de una reacción disociativa de proporciones cósmicas –pero que sin embargo son parte de la personalidad de Dios.
La paradoja se centra en que aunque la multiplicidad y la separación son las causas del “mal”, son también indispensables para cumplir el propósito del universo. Según la cábala, este cataclismo cósmico no fue ningún accidente, está embebido al esquema general de las cosas, es parte del diseño mismo.
Como un viaje heroico a escala infinita
Dios tuvo que alienarse, que dispersarse y perderse para así convertirse de nuevo, plenamente, en él mismo. Misteriosamente la unidad más profunda no se opone a la multiplicidad, sino la necesita y la celebra.
En términos arquetípicos algo similar ocurre en la psique humana, en la que es necesario atravesar todos los aspectos de la sombra –los demonios– para poder unificar y consolidar la individualidad. Jung escribe:
“En un tratado de la cábala Luriana, se desarrolla la notable idea de que el hombre está destinado a convertirse en el ayudante de Dios para restaurar las vasijas que se rompieron cuando Dios pensó crear el mundo.
Aquí emerge por primera vez la idea de que el hombre debe ayudar a Dios a restaurar el daño producido con la creación.”
¿Qué podemos tomar de esta idea conocida como Tikkun?
Acaso que el mal existe, justamente, como esa rebeldía luciferina, o como la fuerza antagónica en un drama, para que el hombre se transforme y descubra su propia naturaleza divina, restaurando la creación.
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