La conciencia y el libre albedrío para que no derrapemos en una maraña de sentimientos confusos fabricados por una sociedad de consumo que convierte a las personas en objetos descartables.
Si seducir es engañar, entonces no es nada bueno
Según el diccionario de la Real Academia Española, seducir es “engañar con arte y maña; persuadir suavemente para algo malo”. En la seducción hay una idea asociada al mal, una “estrategia del Diablo” por conducir al hombre al pecado..
El ser humano, por naturaleza, se siente íntimamente ligado y atraído por la idea de lo prohibido, por el mal y su seducción. ¿Será que nos interesa más la maldad que la bondad?
De la simple posibilidad de caer en el mal al hecho concreto de cometerlo hay una corta-brecha que sólo puede llegar a definirse con el uso del libre albedrío y la conciencia.
La capacidad de elegir y definir lo que está bien y lo que está mal en lo que la realidad nos propone depende subjetivamente de la ética. Toda ética presupone como un axioma fundamental que entre el bien y el mal existe la conciencia que, como un juez, marca los límites.
El Génesis de la seducción
Desde los mismos relatos bíblicos del Génesis, el primer hombre y la primera mujer fueron seducidos por el mal y el sabor de lo prohibido.
El mito de la caída original nos relata cómo la inocencia humana fue seducida por el mal y el momento de debilidad quedó simbolizado en Eva, que cae en la seducción de la libertad como correlato del libre albedrío.
Hay una larga tradición moral que relaciona la seducción con la posibilidad de la caída, un ocaso de moralidad. El bien siempre esclaviza en el límite de lo rutinario, mientras que el mal está asociado a un espectro más amplio y seductor de la libertad.
La sola posibilidad de pensar en rechazar lo que seduce acerca al deseo reprimido, al sentimiento de la experiencia que no ha podido ser y que fue suprimida por el límite que define lo que “está bien”.
El ser humano es, por naturaleza, un explorador vivencial que tiende a la experiencia
La seducción del mal atrae y puede surgir por una programación instintiva de curiosidad, de vértigo por la exploración de lo desconocido y que acerca al riesgo de jugar en el borde del precipicio.
El ser insatisfecho de sí mismo se nutre de todas las experiencias primitivas e instintivas por su propio sentimiento de vacío y ausencia de sustento espiritual.
La libre elección del mal es una poción mágica que termina por envenenar al que probó la dosis. El proceso que conduce al mal parte de la libertad de elección, pero irremediablemente culmina en el encierro, en la propia esclavitud del pecado que carcome la conciencia.
El pecado visto más allá de un acto condenado por la moral, las leyes y la religiosidad, visto como una energía de corrupción espiritual.
Detrás de la seducción del mal existe una fuerza, un poder que se adueña de los deseos, los instintos y que pervierte los limites de las propias fronteras de la vida. La dignidad del ser es debilitada y oscurecida por la pasión que se convierte en una enajenación existencial.
La seducción como trampa
Existen dinámicas obsesivas y destructoras detrás del deseo, desde una simple trampa publicitaria que nos impone el seductor mundo del consumo hasta la corrupción misma a la que invita la pertenencia a un grupo, el éxito y la fama.
La posesión del poder sobre el deseo y la seducción es un arte muy manipulativo que recae irremediablemente sobre el libre albedrío de los demás.
Ese poder de seducción que ejercen los títeres del sistema que con su encanto emplean la magia de su fama para sacar de la clandestinidad identificatoria a miles de almas perdidas en una búsqueda del “yo soy”.
La sociedad actual cree poseer libertad
¿Pero se puede llamar libertad a la libertad seducida, dirigida, alienada al consumo y debilitada por la pasión que se torna enajenación existencial, pérdida de valor y, en definitiva, de capacidad de libre elección?
Cuando la libre elección está condicionada, deja de serlo, y cuando está dirigida a un fin determinado pasa a ser una simple manipulación del albedrío humano.
El juego de la seducción nos propone un mundo plagado de ofertas, un verdadero plan “tres por uno” en el que todo es posible y todo está al alcance sin permitir un claro discernimiento sobre lo que está bien y lo que está mal.
Además, las dinámicas que fuerzan y orientan el deseo tienden a la uniformidad y, por ende, a la creación de conductas masivas en respuesta a la propuesta de seducción lanzada como un ataque a la sociedad.
La idolatría del deseo es en sí misma una perversión
Y lo convierte en una herramienta que fuerza la libertad para dirigirla a un producto determinado, que en muchos casos llega a ser un artista o modelo, personificando la estrategia propia del deseo.
Lo tramposo de este juego radica en lo más profundo del ser, debido a que para que la trampa funcione debe haber un “ratón” dispuesto a “comer el queso” ofrecido en la trampera.
La necesidad de aceptación es la figura central de la seducción, el hombre acepta jugar el juego, en su impulso irresistible de protagonismo y necesidad de apaciguar su deseo de experimentar.
Es la cultura la que tiende a configurar nuestras necesidades y moldear al hombre moderno con base en sus propuestas sin una verdadera oferta de libertad y salvación.
Por el contrario, el sistema cultural requiere sustentación sobre la base del consumo y eso se logra en un continuo juego de seducción y atracción. Sólo en el éxodo del deseo y el desapego a los objetos mismos a desear es que nace la verdadera individualidad, la personalidad y el verdadero dinamismo liberador del deseo.
El juego de la seducción nos propone un mundo plagado de ofertas, un verdadero plan “tres por uno” en el que todo es posible y todo está al alcance sin permitir un claro discernimiento sobre lo que está bien y lo que está mal.
La seducción asociada al amor
El que ama de verdad es aquel que ofrece amor sin seducir, el que libera de la esclavitud del deseo, el que descubre la fuerza espiritual que lo eleva a lo más alto de la existencia humana.
Amar es dar sin engañar, sin envolver en seducción, sin la magia engañosa de las formas. En muchos casos sucede que la seducción es parte de una manifestación exagerada del deseo y que surge desde la necesidad de poseer y obtener del otro lo que también otros desean.
La seducción es una respuesta egoísta que involucra un fuerte desafío del ego, el sentido de posesión y experimentación de lo que pretendo obtener en competencia con el otro.
El amor apasionado sufre ante la soledad de la separación debido a que su fuente no es el amor, sino la necesidad de obtener del otro la energía que lo complementa.
La seducción, la pasión y el deseo
Son en el amor una forma dependiente de esclavitud en una sociedad presentista y hedonista, en la que el sufrimiento se convierte en una forma de placer porque este tipo de deseo supone salir de la esencia misma del amor: la libertad.
Es entonces cuando la persona pierde su identidad en el amor para dejarse afectar por el vacío de la ausencia del otro. Ese sentimiento nos esclaviza y nos hace dependientes, para recordarnos la crudeza de la soledad cuando no se tiene la capacidad de amar.
Cuando la existencia se reduce a las necesidades materiales, aparecen el hombre y la mujer propios de nuestra cultura, que desean un amor verdadero, que se atan al deseo de una pasión que cubra las necesidades del cuerpo por temor al fracaso y el dolor que genera el rechazo y el miedo de nunca lograr alcanzar el amor real.
La cultura del consumo
Está tan arraigada en nuestra sociedad que las personas mismas se convierten en objetos descartables. Ante el deseo y la seducción se busca la experiencia del momento por sobre la responsabilidad de amar “hasta que la muerte los separe”.
Es el triunfo de la dominación de la cultura del consumo la que logró llevar al ser humano a la categoría del objeto. La vuelta al valor de lo espiritual es una verdadera puerta de salvación.
El ser humano debe salir del mundo que él mismo ha creado
De la artificialidad que nos propone una cultura de la seducción del mal y que nos acarrea a la desvirtualización del ser.
Una sociedad conformada por deseos que nunca se acaban y siempre son renovados por la seducción del “último modelo” que nos da pertenencia en un mundo donde el poseer es sinónimo de felicidad y otorgamiento de identidad.
La falsedad de la seducción y la posesión de lo deseado siempre se orientan al materialismo y a la idolatría del deseo. La seducción compulsiva no debe convertirse en un lenguaje que reemplace a la voz sincera y transparente del corazón que da cause a los deseos dignos del amor.
No existe algo más seductor que la seducción del maestro, el que irradia amor y siempre da, desde la sinceridad del deseo de enseñar a ser.
Relacionado
- Por qué Dios permite el mal según la Cábala
- Acariciar el alma es seducir con las palabras
- El Problema del Mal en el Mundo
- Acariciar el alma es seducir con las palabras
Brad Hunter vía El Planeta Urbano