Mi padre, Don Rafael, siempre fue un visionario. Oriundo de una pequeña aldea en España, había emigrado a nuestro país buscando mejores oportunidades. Aquí fundó su negocio, una lechería que con el tiempo se convirtió en el punto de encuentro de la comunidad.
Debi y Don Rafael: Una lección de liderazgo y crecimiento en la lechería
Este negocio, ubicado en un bullicioso barrio, no sólo proveía leche fresca y deliciosa, sino también helados hechos en casa con recetas ancestrales que mi abuela le había enseñado.
De niño, recuerdo que escuchaba historias sobre la antigua tradición familiar de preparar helados con ingredientes frescos y naturales. Aunque estas historias parecían lejanas, cada vez que probaba un helado de nuestro negocio, sentía que estaba saboreando un pedazo de historia.
Eran los días de verano cuando nuestra lechería se convertía en el epicentro de actividad. Turistas de todas partes, atraídos por los relatos de viajeros anteriores, venían a degustar los famosos helados de Don Rafael. El sonido de risas, charlas y el tintineo de las cucharas contra las copas se fundía en una melodía que resumía la esencia del verano.
Yo, al igual que mis hermanos, había crecido en el negocio. Era una especie de rito de iniciación familiar trabajar allí durante las vacaciones. Por eso, había presenciado la llegada y partida de innumerables empleados. El ritmo vertiginoso del negocio, especialmente en los meses pico, no era para todos.
Y entonces llegó Debi.
Era una joven de cabellos dorados, con una sonrisa luminosa que contrastaba con su nerviosismo inicial. Había escuchado de nuestra tienda a través de amigos y quiso sumarse al equipo durante el verano. Aunque inexperta, había algo en su determinación que convenció a mi padre de darle una oportunidad.
Su primer día fue, para decirlo de manera sutil, un desastre. Mientras intentaba familiarizarse con la maquinaria y los procesos, cometió innumerables errores. Mi paciencia, curtida por años de trabajo, se vio puesta a prueba. No podía evitar pensar que Debi era una pérdida de tiempo y recursos.
En un momento de exasperación, busqué a mi padre en su oficina, esperando que compartiera mi opinión y tomara cartas en el asunto. Sin embargo, lo que sucedió a continuación me dejó perplejo y me enseñó una valiosa lección.
Don Rafael, con su sabiduría innata, se acercó a Debi con una serenidad que sólo los años y la experiencia pueden otorgar. Le habló no de sus errores, sino de su amabilidad. Resaltó la manera en que trató a la señora Carmen, una cliente regular que no siempre era fácil de manejar.
En lugar de reprenderla, eligió enfocarse en su potencial, en ese rasgo único que la hacía especial.
Los siguientes días, bajo la tutela y paciencia de mi padre, Debi floreció. Se convirtió en una de las empleadas más queridas, no sólo por su destreza en el trabajo, sino por su calidez y empatía hacia los clientes.
La lección que aprendí aquel verano fue invaluable. A veces, en la frenética carrera de la vida, olvidamos que detrás de cada error hay una oportunidad de crecimiento. Mi padre, con su sabiduría infinita, me mostró que la verdadera habilidad de un líder no reside en señalar fallos, sino en reconocer y cultivar el potencial.
Años después, nuestra lechería sigue floreciendo y aunque Don Rafael ya no está con nosotros, su legado perdura. Y cada vez que veo a un empleado nuevo, recuerdo a Debi y la lección de aquel verano: ver más allá de los errores y creer en el potencial de cada individuo.
Mike Rivero
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