Según la tradición, el silbón puede llegar a una casa en horas nocturnas, descargar el saco y ponerse a contar uno a uno los huesos. La leyenda se originó a mediados del siglo 19 en los llanos venezolanos, particularmente en la región de Guanarito, estado Portuguesa.
El Silbón — Leyenda Urbana Venezolana
Quien haya pasado una temporada en los llanos de Venezuela seguramente habrá escuchado la leyenda ese silbido tan característico, tan espeluznante, que cala hasta los huesos y te hiela la sangre.
El silbido de El Silbón
Ha venido para cobrar alguna víctima: cierren puertas y ventanas, acuesten a los niños, hombres pónganse alertas, mujeres a rezar…
Se trata, quizás de la leyenda popular más importante y extendida de Venezuela, una creencia muy arraigada sobre todo en estados llaneros centro-occidentales del país como Portuguesa, Barinas o Cojedes.
El Silbón suele aparecer con los primeros aguaceros del mes de mayo y recorre los llanos emitiendo ese silbido tan particular que no solo estremece a quien lo escucha, sino que también puede resultar traicionero, pues, resulta que cuando se escucha cerca es porque está lejos y viceversa.
Otra señal de que este espanto está rondando entre las copas de los árboles es un muy particular sonido —más bien un crujido—, como de huesos que chocan unos con otros.
Son los huesos de su propio padre: los lleva a cuestas en un saco. Un perro espectral llamado Tureco va detrás de él, persiguiéndolo, por toda la eternidad.
Un espanto típicamente llanero
«El Silbón es típicamente descrito como un ser de largas piernas —quizás una deformidad— que viste a la usanza llanera: pantalones cortos, sombrero de cogollo, franela blanca, alpargatas», dice a LEYENDAS URBANAS la escritora venezolana Mercedes Franco, experta en materia de apariciones y espantos de este país sudamericano.
«Muchos lo describen como un ser que se desplaza sobre sus dos piernas y es perseguido por un perro, aunque otras versiones lo tienen montado sobre un burro», afirma Franco, autora del libro Vuelven los fantasmas, en el que aborda las historias de distintas leyendas y creencias venezolanas.
Distintas versiones apuntan al origen de la leyenda, aunque todas conducen a un desenlace mismo: se trata de un joven que mató a su padre y por tanto terminó condenado a vagar por el resto de los días en las llanuras, silbando y cargando los huesos de su padre.
Una de estas versiones cuenta que un día el joven en cuestión descubrió que su padre había golpeado y violado a su esposa. El padre, sin darle importancia al asunto, le dijo algo como: «Lo hice porque ella es una regalada». El joven estalló en furia. Peleó con su padre, lo golpeó, lo ahorcó y terminó matándolo.
Cuando el abuelo del joven —padre de su padre— apareció y vio el horrendo crimen —el cuerpo sin vida de su hijo—, arremetió en contra de su nieto: lo maldijo, lo ató a un poste, lo latigueó, le frotó ají picante en las heridas y le echó al perro Tureco para que lo persiguiera hasta el fin de los tiempos.
Las vísceras y los huesos del padre
Otra versión, quizás la más difundida, es que se trataba de un joven más bien mimado (o toñeco, como suele decirse en los llanos de Venezuela) que un día se antojó de comer vísceras de venado. El padre salió a cazar un venado para complacer a su hijo, pero no pudo, pues no dio con una presa.
Hambriento y molesto por la tardanza de su padre, el joven salió a buscarlo. Al ver que regresaba con las manos vacías se puso más furioso todavía y lo mató en plena sabana. Luego lo destripó y llevó las vísceras a su madre para que se las cocinara.
Finalmente, por presión de la madre, el joven terminó confesando la verdad: que en la cacerola se hallaban los restos de su padre. Tras la horrible confesión, vino el castigo del abuelo: el látigo, el ají picante (o la ginebra, en otras versiones), el perro Tureco y la correspondiente maldición.
El joven terminó condenado a varar y a portar los huesos de su padre por toda la eternidad.
Silba, desgraciado
El Silbón aparece en las primeras horas de la noche y, según la tradición, ronda sobre todo entre los bares y los sitios de parrandas.
Muchos han sobrevivido a algún encuentro con este espanto, como es el caso que un amigo del llanero Julio Hernández, registrado entre muchos otros testimonios en el libro Mitos y Leyendas predominantes en el estado Portuguesa, de la investigadora venezolana Carmen Pérez Montero.
Al parecer, un amigo de Hernández enfrentó y venció a El Silbón: «Él iba por un camino y El Silbón lo fue llevando y lo fue llevando hasta su casa. Cuando mi amigo entró a la casa, puso la mano en la escopeta, y le dijo: ‘Silba, desgraciado’. Ese bicho como que le tiene miedo al plomo porque no silbó más nunca».
La gente tiene que ir, entonces, con los ojos bien abiertos y los oídos bien aguzados, no vaya a ser que terminen cayendo en las manos de este espanto que en muchas ocasiones va armado de una vara o un palo con el que golpea a sus víctimas.
El mujeriego y el parrandero —o fiestero— suelen ser sus víctimas habituales, aunque no las únicas.
Se dice que espanto les succiona el ombligo a los borrachos para beberse el alcohol que llevan por dentro y que a los infortunados mujeriegos los despedaza y mete los restos en el mismo saco donde lleva los huesos de su padre.
Su silbido característico se asemeja a la escala do-re-mi-fa-sol-la-si, en ese mismo orden, subiendo el tono hasta fa y luego bajando hasta la nota si. Oír este silbido es un presagio de muerte y lo único que podría salvar a una posible víctima en el ladrido de un perro.
«Si no hay quien pueda escucharlo, un miembro de la familia muere al amanecer», dice Hernández.
Desde mediados del siglo 19
«La leyenda de El Silbón comienza a escucharse a mediados del siglo 20», explica Mercedes Franco. «Pero, por lo que describe —un hambre tal que lleva a matar por comida—, creo que el hecho tuvo lugar antes, en la Venezuela empobrecida de la posguerra del siglo 19, digamos en la década de 1850 o 1860».
Algunos estudiosos consideran que se trató de una forma de control social creada por la tradición para evitar las infidelidades de los hombres.
Esta leyenda se originó, en efecto, a mediados del siglo 19 en las llanuras de la población de Guanarito, en el estado Portuguesa, y luego se extendió hacia los vecinos estados Cojedes y Barinas e incluso a algunas regiones llaneras de Colombia, donde se le conoce como El Silbador y en algunas versiones persigue a las mujeres embarazadas.
Es delgado, de aspecto sombrío y tan alto —puede medir más de tres metros— que en Barinas se le conoce además como El Canillúo, por la extensa longitud de sus canillas.
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