Un día, un Rey buscando la verdad más allá de los cuentos de sus consejeros, se encontró con un anciano que plantaba sueños en forma de árboles. Intrigado por su misión, el Rey aprendió una valiosa lección sobre la generosidad y la visión a largo plazo.
El encuentro del Rey con un hombre extraordinario
En una aldea abrazada por colinas vivía un hombre al que todos conocían como «El Visionario». ¿Por qué ese nombre? ¿Acaso sus acciones desafiaban la norma, desbordaban la rutina, divergían de las convenciones de esa aldea?
Cuando los aldeanos lo veían caminar, murmuraban y sonreían con sorna. Su atuendo era simple, sin riquezas que mostrar, sin un hogar que proclamara suyo, sin familia a su lado. «Un alma perdida», decían algunos, «un soñador inútil», murmuraban otros.
Pero el anciano tenía una misión: plantaba árboles dondequiera que hallara espacio, semillas cuyos brotes tal vez jamás vería. Sin remuneración, sin reconocimiento, solo la burla constante de quienes le rodeaban.
Día tras día, a pesar de las risas, continuaba con su tarea. Lo que los aldeanos no comprendían era que este hombre era un Portador de Esperanza, demostrando con acciones la esencia de dar sin esperar recibir.
Un día, el Rey de la región, deseando entender el verdadero pulso de su reino más allá de los relatos de sus consejeros, cabalgó por aquellos lares. Al cruzarse con el Visionario, curioso, le preguntó:
— ¿Qué misión llevas a cabo, honorable anciano?
El sembrador, con una sonrisa, respondió: — Planto sueños, Majestad, simplemente planto.
El Rey, intrigado, volvió a inquirir: — Pero estás en los años del ocaso. ¿Por qué siembras sabiendo que quizá no verás los árboles en su esplendor?
El anciano, con serenidad, contestó:
— Majestad, yo disfruté de los frutos que otros plantaron antes que yo. Es mi turno de sembrar para las generaciones venideras.
Emocionado por la profundidad de las palabras, el Rey expresó:
— Tu labor, desprovista de recompensas visibles, es admirable. Permíteme ofrecerte estas monedas de oro como símbolo de mi gratitud por la lección que me has brindado.
Ordenó a uno de sus guardias que entregara al Visionario una bolsa repleta de monedas doradas. El anciano, mirando las monedas, sonrió y dijo:
— Observa, Majestad, cómo incluso antes de que esta semilla toque la tierra, ya da frutos. Si más almas se atrevieran a soñar y a dar sin esperar retorno, ese sería el más precioso de todos los frutos.
El Rey, conmovido, exclamó:
— ¡Cuánta sabiduría y amor residen en ti! Ojalá más almas compartieran tu visión. Sin embargo, nuestras percepciones suelen estar veladas por las trivialidades, cegándonos ante la magnificencia de seres como tú.
— Debo proseguir mi camino, pues temo que si permanezco, terminaría ofreciéndote todo mi reino, aunque estoy seguro de que lo usarías sabiamente. ¡Que los dioses te protejan!
Con esas palabras, el Rey y su comitiva se alejaron, dejando al Visionario en su labor. Aunque el destino final del anciano permanece en el misterio, su legado perdura: la misión de un soñador.
A través de su interacción con el Rey, el Visionario demostró cómo incluso las acciones más humildes pueden resonar con fuerza. Su enseñanza de plantar para el mañana, sin esperar recompensas, dejó una huella imborrable en todos aquellos que conocieron su historia.