La historia de Kaito, un samurái japonés de origen humilde, nos sumerge en una época antigua y serena de Japón. Junto a su esposa Misaki y su hija Hana, Kaito cultiva no solo la tierra fértil sino también los lazos familiares. Un espejo de bronce plateado, regalo de Kaito a Misaki, se convierte en un símbolo eterno de amor y conexión familiar, reflejando no solo imágenes sino emociones profundas.
Importancia de los objetos antiguos en la cultura japonesa
En una época antigua y serena del Japón, un samurái de humilde cuna, Kaito, compartía su vida con su amorosa esposa, Misaki, y su adorada hija, Hana. Aunque Kaito portaba la espada y la armadura de un guerrero, sus riquezas no estaban en monedas, sino en la tierra fértil que cultivaba y en los lazos familiares que nutría.
Misaki, por otro lado, era la personificación de la gracia. Con su naturaleza tímida y reservada, buscaba siempre mantener un bajo perfil, desapareciendo como una gota de agua en un vasto lago cuando se encontraba entre desconocidos.
Un giro inesperado en el destino quiso que Japón coronara un nuevo emperador. Por su deber como samurái, Kaito debía viajar a la majestuosa capital para rendir tributo al recién coronado líder. Aunque su deber lo llamaba con fuerza, el corazón de Kaito latía con ansias de regresar al cálido abrazo de su hogar.
A su regreso, Kaito, deseando compartir las maravillas de la capital con su familia, presentó a Hana una muñeca delicadamente tallada y a Misaki, un objeto que reflejaba misterios y maravillas: un espejo de bronce plateado.
En esos tiempos, estos espejos eran piezas metálicas pulidas hasta obtener un brillo impecable, muy distinto a los de cristal de la era moderna.
Misaki, al encontrarse por primera vez con su reflejo, preguntó con inocencia: “Kaito, ¿quién es esa mujer que me observa desde el otro lado?” La risa cariñosa de Kaito resonó en el cuarto. «Esa, mi amor, eres tú».
Aunque un poco avergonzada, Misaki entendió que ese espejo tenía el poder de mostrar su reflejo. Sin embargo, para ella, ese objeto era mucho más: era un símbolo del amor eterno de Kaito. Con reverencia, lo guardó como si guardase un tesoro.
Con el tiempo, la salud de Misaki, frágil como los pétalos de sakura, comenzó a desvanecerse. Al sentir que sus días estaban contados, entregó el espejo a Hana y le susurró: «Cuando la tristeza nuble tus días, busca en este espejo. En él, siempre estaré contigo». Poco después, Misaki emprendió su último viaje.
Las lágrimas de Hana caían día tras día, pero encontraba consuelo al mirar el espejo. Creía ver a su madre sonriente y rejuvenecida, devolviéndole una mirada llena de amor. Una tarde, mientras murmuraba palabras de cariño a la imagen, Kaito la observó con una mezcla de tristeza y asombro. Al preguntarle qué hacía, Hana respondió:
«Estoy con mamá. Mírala, tan radiante y feliz».
Con un nudo en la garganta, Kaito se acercó y la abrazó. «Así como tú encuentras a tu madre en ese espejo», susurró, «yo la encuentro en ti».