Cuando se menciona el ejército romano, enseguida acuden a las mentes del personal imágenes de centuriones, legionarios, enormes escudos y portaestandartes cubiertos por pieles de lobos, osos o leones.
Curiosidades sobre la armada de la antigua Roma
De hecho, casi me atrevería a jurar por las barbas de mis ancestros que casi nadie cae en la cuenta de que Roma disponía de un poderío naval nunca visto hasta la época.
Cosa que es de una obviedad extremadamente obvia tanto en cuanto no era posible extender y mantener un imperio que abarcaba toda la ribera mediterránea si las tropas no contaban con el apoyo de buenas naves.
Así pues y para que ustedes se hagan una somera idea de como funcionaba la marina romana, ahí van algunas curiosidades curiosas para ilustrarse adecuadamente y poder humillar y dejar callados a los cuñados cuando pongan por nonagésima octava vez en la tele «Ben-Hur» y aparezca el gélido cónsul Quinto Arrio mandando al hortator que aporree con más energía su tambor de boga. Veamos pues…
Tenían su propia organización tanto a nivel de tropas como de escala de mando
En tiempos alto-imperiales, la marina tenía su propia organización tanto a nivel de tropas como de escala de mando. Así pues, mientras que una legión era mandada por un legado una flota estaba bajo el mando del navarcha.
Cada nave estaba tripulada por un contingente de tropas a modo de primitiva infantería de marina, los cuales recibían el nombre de milites classiarii. Por otro lado estaba la marinería o nautæ, la cual se encargaba de todo lo referente al manejo del barco y, así mismo, de combatir junto a los milites classiarii.
Finalmente, la boga estaba encomendada a los remiges, los cuales, contrariamente a lo que se suele creer, no eran penados ni nada similar, sino hombres libres que, además de remar, también combatían cuando llegaba la hora de abordar una nave enemiga o bien de rechazar al adversario.
En cuanto al personal no combatiente, cada galera llevaba un cómitre o hortator, dos médicos y un encargado de los sacrificios o victimarii, que ya sabemos que los romanos eran muy supersticiosos y no entraban en combate como no les fueran propicios los augurios aunque luego los derrotaran bonitamente.
También disponían de carpinteros y veleros al mando de un optio, rango equiparable al de un suboficial de nuestros días.
El pueblo romano, a pesar de su cercanía al mar, era de secano
De hecho, cuando empezó a tomar forma la armada nadie se quería alistar de modo que, para completar las tripulaciones, se optó por enviar a las galeras a las tropas de tierra en plan castigo o militæ mutatio.
En esa época igual se usaban tropas regulares en caso de necesidad para ser embarcadas o se echaba mano de los classiarii para que luchasen en tierra.
Tras ese primer desbarajuste y una vez que hacer carrera en la marina se convirtió en una opción viable, el personal se alistaba por 26 años, tras los cuales tenía dos opciones:
Largarse a su casa con la indemnización habitual del ejército o bien reengancharse cobrando el doble de la paga.
Con el cumplimiento del compromiso, a estos veteranos se les daba además un diploma de bronce en el que, entre otras cosas, se legitimaba a sus mujeres caso de tenerlas y a sus hijos.
Recordemos que en el ejército romano no se permitía casarse al personal. En cuanto a los remeros, solían reclutarse entre los ciudadanos de ínfima categoría. Eran muy clasistas estos romanos.
Fabricaban el velarium o toldo del Coliseo
Además de sus cometidos de índole militar, se encargó a los classiarii de la flota de Miseno, acantonada en la ciudad del mismo nombre, al sur de Italia, de fabricar y manipular el velarium o toldo con que en el Coliseo se protegía al público de las inclemencias del tiempo.
Así mismo, desde tiempos de Claudio dos cohortes estaban destinadas de forma permanente en Puteoli como bomberos.
Por cierto que, en tiempos de Vespasiano, los encargados del velarium eran obligados a marchar descalzos desde Miseno a Roma para que no estropearan el calzado, ya que recibían un plus para la compra del mismo o calciarium.
El césar, que era sumamente cicatero, no estaba por la labor de hacer mucho gasto al parecer si bien no hay constancia de cuantos se daban de baja por llegar con los pies en carne viva por la caminata.
La comida
La comida estando embarcados era igual de deficiente y asquerosilla que siglos más tarde. El alimento básico era una torta de pan elaborado con harina basta similar a la galleta que consumían los marinos del siglo XVIII. Para ablandarla la mojaban en un vino de mala calidad y muy fuerte.
A eso añadían ajos, puerros y legumbres. Como se ve, no era una dieta especialmente generosa en calorías. Aunque no se menciona en las crónicas, cabe suponer que también dispondrían de pescado y/o carne en salazón.
En todo caso, hay que considerar que los tiempos de permanencia en el mar no eran ni remotamente tan largos como los de las marinas de hace 200 años.
La indumentaria usada por las tropas embarcadas y la marinería
Era similar a la del ejército salvo en algunos detalles específicos destinados a aliviar la dura vida en el mar. Para climas fríos usaban la pachea imatia, un capote confeccionado con grueso paño muy adecuado para proteger del frío y el viento.
La cabeza se la cubrían con un gorro cónico fabricado con fieltro y llamado pilos, o bien con unos sombreros de cuero de origen griego y ala ancha o petasus. Como calzado usaban las típicas caligæ bajo las cuales, si el clima lo requería, se ponían unos udones o calcetines de fieltro.
Las técnicas de combate de la época eran bastante básicas
Embestir al costado de la nave enemiga a fin de empotrar en ella el espolón tras lo cual se trababa la misma haciendo descender de golpe el corvus (cuervo), una sambuca emplazada en proa y en cuya parte inferior iba fijado un pico el cual se clavaba en la cubierta, impidiendo así que ambas naves se separasen.
La sambuca, de alrededor de 1,20 metros de ancho, permitía pasar a los asaltantes de dos en fondo, iniciándose así el abordaje. Previamente al mismo los balistarii y sagitarii intentaban incendiar la galera enemiga a base de pellas de brea ardiendo y flechas incendiarias.
Como ya se puede suponer, este tipo de combate era bastante mortífero y las bajas producidas en ambos bandos bastante numerosas. El simple hecho de caer al agua con una coraza puesta suponía un ahogamiento seguro si no daba tiempo a agarrarse a un remo o cualquier objeto flotante.
Por cierto que, al parecer, si se declaraba un incendio en la nave echaban mano del agua potable para apagarlo ya que, según las crónicas que han llegado a nosotros, si usaban agua del mar el salitre avivaba las llamas. En fin, algo muy desagradable.
Bueno, ya están las seis curiosidades esas, así que me largo a merendar, que ya es hora. Hale, he dicho…
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