En el norte de Ghana, miles de mujeres ancianas y viudas son expulsadas de sus comunidades bajo acusaciones de brujería. En campamentos sin recursos básicos, sobreviven sin dignidad, obligadas a caminar kilómetros en busca de agua y a trabajar en condiciones precarias. Mientras el gobierno reconoce el problema, el camino hacia su reintegración social es largo y complejo.
La lucha silenciosa de las ancianas en los campamentos de brujería de Ghana
La dolorosa herencia de los campamentos para “brujas ancianas” en Ghana: entre la supervivencia y la indignidad
En el norte de Ghana, un país que durante las últimas décadas ha mostrado avances económicos y democráticos, subsiste una realidad profundamente inquietante: la existencia de campamentos que albergan a mujeres acusadas de brujería.
Estas mujeres, en su mayoría ancianas y frecuentemente viudas, son señaladas por sus comunidades como responsables de cualquier calamidad: una cosecha fallida, la enfermedad de un vecino, la muerte de un pariente o incluso desastres naturales. La sospecha de su culpabilidad no se basa en ninguna evidencia racional, sino en la arraigada creencia de que las adversidades cotidianas tienen un origen místico y malevolente.
Este fenómeno, que se remonta a más de un siglo, responde a estructuras sociales profundamente marcadas por el patriarcado, la carencia de acceso a salud mental y la prevalencia de la superstición. Aunque la existencia de estos enclaves es relativamente conocida, la dimensión del sufrimiento humano en su interior queda frecuentemente invisibilizada ante la opinión pública internacional.
Condiciones de vida en los campamentos
En la actualidad, se estima que varios de estos campamentos, como el emblemático Kukuo, pueden llegar a alojar hasta mil mujeres, todas ellas expulsadas de sus aldeas de origen. Estas mujeres huyen por la simple razón de haber sido señaladas como brujas, sabiendo que quedarse equivaldría a arriesgar la vida ante linchamientos, torturas o lapidaciones.
Sin embargo, la vida en estos refugios improvisados dista de ser un remanso de paz: no cuentan con electricidad ni agua potable. Sus residentes se ven obligadas a recorrer kilómetros hasta el río Otti para obtener el líquido vital, acarreando pesados recipientes cuesta arriba bajo un sol implacable.
La precariedad es la norma. Sin posibilidades de volver a sus hogares, las mujeres se sostienen gracias a pequeñas ventas de maní, recolección de leña o trabajos temporales en granjas vecinas.
Muchas deben renunciar a la cercanía de sus hijos y nietos. “Cuando te acusan de brujería pierdes tu dignidad”, confiesa una anciana de 82 años que, tiempo atrás, se ganaba la vida vendiendo ropa de segunda mano. Hoy, su mirada se pierde en el horizonte polvoriento mientras aguanta el peso de la marginación.
Dinámicas sociales detrás de las acusaciones
Las causas que alimentan estas acusaciones van más allá de las simples supersticiones.
Al fallecer un marido, la mujer mayor queda desprotegida y sin la imagen masculina que la legitimaba socialmente. Entonces, acusar a la viuda de bruja puede ser un medio eficaz para despojarla de sus bienes y apropiarse de las posesiones acumuladas durante años de trabajo.
En una sociedad que todavía valora la sumisión femenina, cualquier signo de independencia —sea por razón de carácter, éxito económico o defensa de sus derechos— puede activar rumores en torno a una supuesta posesión maligna.
Estas dinámicas se ven exacerbadas por la falta de comprensión en torno a la salud mental. La depresión, los trastornos de ansiedad o cualquier comportamiento percibido como “extraño” se patologizan a través de un lente místico.
Sin acceso a profesionales ni educación en el tema, las comunidades interpretan la diferencia y la vulnerabilidad de la mujer mayor como una amenaza oscura.
Iniciativas gubernamentales y el difícil camino a la reintegración
El gobierno de Ghana es consciente de la vergüenza y el dolor que suponen estos campamentos, considerados una reliquia arcaica que empaña la imagen de un país en vías de modernización.
Aunque han anunciado su intención de eliminarlos y permitir que las mujeres vivan sin riesgo en sus comunidades, este objetivo se ve obstaculizado por siglos de tradición y arraigadas creencias. El Estado y diversas organizaciones no gubernamentales han comenzado a trabajar en campañas de sensibilización, educación y desarrollo rural para desmontar, paso a paso, estas mentalidades hostiles.
Sin embargo, se reconoce que el proceso será lento. Las autoridades estiman que podría requerir más de dos décadas de esfuerzos sostenidos. En ese lapso, las mujeres continúan esperando un futuro más justo, con la esperanza de recuperar al menos una parte de la dignidad perdida.
Es un reto de gran magnitud: no solo es preciso desmontar prejuicios, sino reformar las estructuras económicas y sociales que perpetúan la dependencia y la marginalización femenina.
Perspectivas internacionales y nuevas generaciones
La comunidad internacional mira con preocupación este fenómeno. Diferentes organizaciones defensoras de los derechos humanos, como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, han denunciado la situación, exigiendo que el gobierno ghanés y las autoridades locales tomen medidas inmediatas. También han surgido iniciativas para documentar las historias de estas mujeres, dando voz a quienes durante demasiado tiempo han permanecido silenciadas por la violencia simbólica y real.
En el norte de Ghana, las nuevas generaciones crecen en un contexto de tensiones entre el pasado y el presente. Por un lado, las prácticas y creencias ancestrales persisten con fuerza, sustentadas en el temor y la desinformación. Por otro, el acceso cada vez más amplio a la educación, la radio, la televisión e internet genera un flujo de ideas que desafía las viejas concepciones.
Los jóvenes, algunos de los cuales estudiaron en universidades locales, saben que culpar a las ancianas de la sequía o la muerte de un familiar carece de lógica. Sin embargo, romper con estos patrones implicará tiempo, coraje y persistencia.
El imperativo de la dignidad
La historia de estos campamentos no solo es el testimonio de un drama local, sino un recordatorio global de las consecuencias de la discriminación, la ignorancia y el miedo. La responsabilidad de la sociedad es garantizar la integridad de cada individuo, sin importar su edad o estado civil, y reconocer la totalidad de los derechos humanos sin excusas culturales ni religiosas.
Con el lento pero firme avance de la conciencia internacional, hay lugar para la esperanza. Sin duda, el camino será largo, y los esfuerzos requieren persistencia.
Mientras tanto, miles de mujeres continúan sobreviviendo en estos campamentos, cargando no solo con el peso físico del agua que transportan cada día, sino con el fardo simbólico de la exclusión, la humillación y el despojo de su identidad.
Aun así, su resistencia representa un llamado a la acción ineludible: la dignidad humana no debería ser jamás un privilegio sujeto a reinterpretaciones culturales, sino una verdad esencial e inquebrantable.